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5.5.16

adaptació


Entre la ràdio i la televisió escolto per enèsima vegada la paraula arbre pronunciada amb totes les seues lletres. La diuen presentadors i presentadores, però també cantants i algun rapsode. Com que em faig gran i m'adono que la memòria, ja de per si escassa, em flaqueja més, entro en un dubte: la gent -la meua generació, l'anterior, la posterior- pronunciava majoritàriament el mot d'aquesta manera i jo no me n'havia adonat? O bé es tracta d'una tendència que es va imposant? Si és el segon cas, és ben bé una curiositat lingüística, perquè la parla té tendència a l'economia, a l'escurçament. Es podria dir que és una evolució involutiva que també afecta a prendre i derivats i tants altres.

També als mitjans escolto pronunciar parelles com ara Santa Anna, onze ores..., que jo diria SantAnna, onzores (bé, onzores possiblement no figuraria al meu vocabulari). Aquests casos em semblen més comprensibles si es vol remarcar una pausa de dicció, que tampoc no acabo d'entendre, però.

A mesura que anava exposant els exemples anteriors anava pensant que faria el ridícul donant publicitat al meu pensament. A la fi, la llengua és viva i el reflex del seu estat present es reflecteix especialment en els mitjans de comunicació, i a través de la seua autoritat es fixa. Dec estar obsolet, ancorat en un altre temps. Em començaré a plantejar que si vull estar al dia, si no vull semblar més gran del que sóc, a partir d'ara haure de dir arbre, Santa Anna, prendre i aprendre. Em costarà, cada dia sóc de menys sons.

21.1.16

qüestions de llengua: imbècils o imbecils?


Caic en el parany de dir la meua i podria esplaiar-me, però seré brevíssim i adjectivaré poc. Imbècils els/les de la brometa basada en l'engany. Imbècils els/les qui riuen la brometa basada en l'engany. Tres -i set encara més- seria un número màgic, però amb dos n'hi ha prou: ha quedat clar.

4.11.09

oralitat: notes ràpides (i text literari)

El novembre, familiarment, continua sent un mes nefast, de morts anunciades o precipitades; no li donem més voltes.

Fora de la família, però no tant, se’ns ha mort José Luís López Vázquez (remeto a les meves lectures de la Júlia, de la Iruna, i encara d’altres) avui m’assabento de la mort de Francisco Ayala, de qui he llegit molt poc, i de Claude Lévi-Strauss, de qui encara he llegit menys (comentari llegit als comentaris del diari: No lo conozco ni le he leido, me suena el apellido de los vaqueros pero no creo que sean parientes. En fin, mi conduelo para la familia, creo que se va uno de los grandes pensadores del siglo pasado, como mínimo me suena el nombre cosa que no pasa con los premios Nobel.), tots dos d’una generació anterior (si comptem de quinze en quinze anys) a la de López Vázquez. De l’actor, ho he vist pràcticament tot, dels altres dos, segurament no sabré gaire res més del que sé.

(sembla, segons les enquestes, que el proper govern de Catalunya serà convergent (amb socis o sense) i si no és convergent, repetirà el tripartit. Tant en un cas com en l’altre (no hi ha més possibilitats fins a la fi del meu temps), la meva desafecció és total, sense possibilitat de desinfecció, el meu futur mental és la marginació, el desig de l’oblit de la realitat)

Penso una altra vegada que en el cas dels creadors literaris es fa servir poquíssim la paraula artistes per designar-los, en canvi, són artistes els que interpreten personatges en teatre o en cinema. Certament, tots dos creen, però qui és que crea més (es tracta d’una qüestió quantitativa o qualitativa?)? Què creen? Què és l’art?

Quina incidència i han tingut en la meva vida López Vázquez, Ayala o Lévi-Strauss? Deixo de banda consideracions qualitatives, sempre tan difícils de mesurar. En els dos darrers casos, cap. En el primer, no ho sabria dir.

Copio un text d’Ayala que ara no tinc ganes de comentar però que dóna matèria suficient per enfocaments diversos tantes vegades fets i que qui sap si un dia intentaré, quan el meu pensament sigui més fèrtil i produeixi un llenguatge més ric, menys deutor, fins i tot en l’escriptura, dels altres ritmes comunicatius (quimera):

Continuamente se repite la queja acerca de lo poco que en este país se lee; y no hay duda: se trata de una queja muy justificada. La escasa afición a la lectura viene a acentuar entre nosotros los efectos de lo que sin embargo es un fenómeno de extensión universal, fenómeno que resulta de factores varios, todos ellos concurrentes al mismo efecto de empobrecer el lenguaje. Entre esos diversos factores quisiera ocuparme hoy en concreto del fuerte predominio de la comunicación oral sobre la comunicación escrita en la esfera pública, originado por los medios audiovisuales.
A este propósito habría que referirse una vez más a la pretensión, exagerada desde luego pero no carente de base real, según la cual debe darse por ya periclitada la era del libro; esto es, la llamada "Galaxia Gutenberg", que abarca desde la invención de los tipos móviles para la imprenta en el Renacimiento hasta los progresos electrónicos de nuestro siglo. Según ese postulado, estaríamos entrando ahora en una época, parecida en esto a la Edad Media, en que la escritura y lectura eran práctica reducida a un pequeño sector de clérigos dentro de una sociedad donde la inmensa mayoría de las gentes eran analfabetas. Confirmación de la analogía podría serlo otra de las quejas hoy frecuentes: la de que son "analfabetos funcionales" muchos de entre nosotros que, habiendo aprendido a leer en la infancia, no leen, o incluso lo han olvidado, y apenas son capaces ya de entender un escrito sencillo. Recuerdo a este propósito cierto incidente, al que hace no menos de de veintitantos años diera publicidad la Prensa en Nueva Cork, cuando, requeridos por el juez que los había procesado, unos mozalbetes fueron incapaces de leer sus propios diplomas de graduados en Enseñanza Media. De entonces acá, situación semejante ha dejado de llamar la atención y, como cosa más o menos corriente en todas partes, no alcanza constituir noticia.
Lo cierto es que vivimos unos tiempos en los que prevalece resueltamente la imagen sobre la escritura, aún en aquellos medios publicitarios -periódicos diarios y, sobre todo, revistas ilustradas - donde ambas, escritura e imagen, aparecen combinadas. Más frecuente es, sin embargo, que la palabra hablada se combine con imágenes animadas, según ocurre en el cine y la televisión, o que, como en la radio, llegue sola a los oídos del receptor. Ciertamente, la información -y toda clase de publicidad- se ha desarrollado fabulosamente a través de los medios electrónicos, alcanzando así a la totalidad de la población; pero son mensajes que la gente recibe de manera directa por la vista y el oído, sin mediación de la lectura. Ahora bien, las noticias de varios tipos que los modernos medios de comunicación emiten vienen dados con la urgencia que hace inevitable una elocución precipitada, torpe, imprecisa, primaria y muchas veces confusa, con abuso de formas verbales mostrencas y giros expresivos de la más elemental pobreza repetidos hasta la náusea, sin contar con las distorsiones idiomáticas a que en las noticias de origen extranjero da lugar a la traducción improvisada de unos textos a su vez poco cuidados en su redacción originaria.
Por lo demás, de esta sociedad de masas han desaparecido por completo cualesquiera otras formas de oralidad pública. Basta comparar lo que había sido durante el siglo pasado y hasta el primer tercio del presente la oratoria parlamentaria -y en general, la oratoria política, mítines y debates públicos- con las prácticas que hoy pueden pasar por su equivalente: discursos leídos, o mal pronunciados con la vacilante gramática de la improvisación, en los que el efecto persuasivo se confina más a la elocuencia de los datos aportados que a la del orador, para darse cuenta -sin que ello implique valoración alguna, pues en cada tiempo las circunstancias mandan y dos ponen- de que en el nuestro no existe una expresión verbal pública que pueda servir como modelo de lenguaje para e común de los oyentes. En verdad, el habla que desde los medios audiovisuales asalta sin tregua los oídos de todo el mundo, ya provenga de informadores profesionales, de promotores comerciales o de personajes de la vida política, es la misma habla negligente que todo el mundo usa para comunicarse con el prójimo en el trato cotidiano: un amanera de expresión descuidada, imprecisa, hecha a base de perezosas y siempre repetidas fórmulas, en la que los más torpes vulgarismos se mezclan en grotesca amalgama con la pedantería de tantos vocablos mal traducidos de manuales sociológicos o científicos o de los folletos que instruyen en el manejo de nuevas tecnologías; y todo ello engastado en impresentables construcciones gramaticales, cuya incorrección queda cubierta y aceptada como buena por la autoridad que parecería prestarles la instancia pública desde donde se emiten.
Por lo demás, en esta sociedad amorfa y atomizada que es la actual también han desaparecido los diversos círculos sociales -los famosos salones literarios del pasado, hasta incluso las más modestas tertulias cafeteras de ayer mismo- donde, con diversos grados de refinamiento, era cultivado antes el arte de la conversación. Nada puede extrañar, siendo así, que el lenguaje generalmente hablado se degrade, reducido su empleo a las urgencias de la más elemental y funcional comunicación. El común de los hablantes no encuentra, pues, otra norma idiomática a que atenerse -dado que su práctica de lector es tan deficiente, tan escasa- y da por válido aquello que oye decir por la radio o desde la pantalla televisivas.
De otra parte, y siendo también cada vez menos frecuente el ejercicio de la escritura epistolar entre los particulares, que abandonan la correspondencia postal en sus comunicaciones a distancia a cambio del teléfono, el único reducto que le queda ya a la conciencia idiomática será el libro y su lectura. El escritor, por el mero hecho de escribir, se enfrenta con la tarea de dar una expresión de máxima eficacia a su pensamiento, cualquiera sea el objeto de que deba tratar, instrumento de su actividad es el idioma, y manejar cualquier instrumento requiere aprendizaje, destreza. Más aún: deberá él mismo forjarse un instrumental adecuado a la obra que se propone llevar a cabo, eligiendo las herramientas apropiadas en el arsenal que, sobre la base de la tradición literaria, le proporciona el lenguaje corriente en su tiempo. Y cuando esa obra intenta acceder a la categoría de creación artística, incluso será capaz, si su autor es bastante afortunado, de encontrar formas idiomáticas nuevas, elaborando ese lenguaje corriente hasta elevarlo a un plano estético.

Francisco Ayala: Oralidad y escritura